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Vargas Llosa, el Papa Francisco, la muerte

  • Foto del escritor: Wilmer Cruzant
    Wilmer Cruzant
  • 25 abr
  • 4 Min. de lectura

Reflexiones sobre la ilusión de la inmortalidad terrenal


La reciente muerte del escritor, la del Papa y la de otras personas consideradas notables, nos recuerda —una vez más— lo efímera que es nuestra existencia, no importa quién seas o lo que hayas logrado. 


Desde siempre hemos buscado (los humanos) la trascendencia, la notoriedad póstuma, la inmortalidad en la mente de quienes viven, pero son muy pocos los que logran acercarse a la hazaña. Si bien los libros registran las proezas de algunos, la gran mayoría de nosotros solo seremos tan prescindibles como las hojas de un árbol: necesarios para el florecimiento temporal del conjunto, olvidados individualmente cuando caemos, aunque parte esencial del ciclo que permite que la vida continúe renovándose después de nosotros. 


Desde siempre, aquellos quienes con poder y enormes recursos han pretendido perdurar, han fracasado. Para entenderlo, pensemos en el Rey del Antiguo Egipto para quien se construyó una de las tumbas más grandes de la historia registrada, la Gran pirámide de Guiza, la que todo el mundo ha visto en algún momento. ¿Acaso algún amable lector recuerda el nombre del faraón enterrado ahí? La probable  respuesta es NO. 

Pero quizá Ud. sí recuerde el nombre del emperador chino enterrado en el colosal mausoléo de 56 Km2 junto a sus 800 soldados (guerreros de Terracota), dándole protección al emperador de lo que pudiera esperarle en el más allá. ¿Tampoco recuerda quién es? 


Que paradójico ¿cierto? tanto esfuerzo por ser recordado e inmortalizado, en vano. En cambio otros, sin construir grandes monumentos y únicamente sembrando intangibles como el amor, la compasión y el cuidado; han cosechado, no solo su recuerdo en el gran colectivo humano, sino —y aún más valioso— una evolución virtuosa de sus ideas y una transformación positiva de la virtud inherente en cada ser humano que llega a conocerles.  


Mientras que para unos (como Sartré) la muerte es el final absoluto que hace absurda cualquier búsqueda de sentido trascendente, para otros es la transición hacia la eternidad (cristianismo). Lo cierto es que la conciencia de la finitud física nos hace reconocer que nuestra mortalidad física puede motivarnos a vivir más auténticamente, estableciendo prioridades con claridad, no malgastando o mal invirtiendo el bien más valioso que el Diseñador nos ha dado: EL TIEMPO. La muerte nos recuerda nuestra fragilidad y la importancia de la empatía ante el sufrimiento ajeno.  


Pero no queremos verlo. Quizá porque el tema de la muerte resulta incómodo. Socialmente la tendencia es a la ocultación de la muerte. ¿Cómo así? ¡Pues así! Queremos obviar la realidad de lo inevitable y no solo al hablarlo, hay, de hecho, muchas maneras en que huimos de ella:

Por ejemplo Institucionalizándola. Es decir, trasladando el proceso de morir desde el hogar hacia hospitales y residencias especializadas. Mientras que históricamente las personas solían morir en casa rodeadas de familiares, hoy la mayoría fallece en instituciones sanitarias, muchas veces conectadas a máquinas y/o separadas de sus seres queridos. 


Otra manera de ahuyentarla es a través de la medicalización. La muerte se ha convertido en un "problema técnico" que debe ser gestionado por profesionales, despojándola de su dimensión existencial y espiritual. El énfasis está en prolongar la vida a toda costa, incluso cuando esto significa prolongar el proceso de morir. Y así, podemos identificar otras formas de evasión: como el distanciamiento visual de los cadáveres, los eufemismos lingüísticos (nos dejó, pasó a mejor vida, no lo logró, ya duerme) que pretenden suavizar la realidad del hecho; otra forma es el culto a la juventud; y finalmente el consumismo como distractor. Distractor de eso en lo que no queremos pensar… Y así se nos va la vida, negando lo innegable y evadiendo lo ineludible, en lugar de abrazar nuestra finitud como la más poderosa invitación a vivir con autenticidad, propósito y plena conciencia del precioso regalo que significa cada amanecer.


Será tu círculo íntimo quien te recordará por un par de generaciones, serán ellos quienes te llorarán por unos días. ¿Y luego? Quizá tu nombre será citado cada vez menos hasta que nunca más se mencione. Sin embargo, sin importar que estés o no en la memoria de alguien que te sobreviva, o que hayas aportado nada (según los estándares productivos de la sociedad), habrás aportado lo esencial: la vulnerabilidad compartida, la interdependencia, y el valor del ser humano más allá de su utilidad (Jean Vanier).


En términos prácticos, quizá nunca escribas una obra maestra de la literatura como Vargas Llosa; quizá nunca ocupes grandes posiciones como Bergoglio,  o nunca heredes grandes fortunas o nunca leges grandes aportes  a la humanidad, sin embargo como bien dijo Teresa de Calcuta No todos podemos hacer grandes cosas, pero podemos hacer pequeñas cosas con gran amo


Hay un gran valor en lo cotidiano, en lo pequeño. Ofrecer un vaso con agua al sediento, un abrazo al que sufre, una oportunidad a quien parece no merecerla; o simplemente guardar tus críticas inflamadas en contra de aquel que está siendo señalado… Una vida frugal (sencilla) frente a quienes tienen poco o no tienen nada, también puede ser un gran aporte. 


La posteridad en esta tierra, la forjamos en lo genuino, en lo pequeño, en la humildad y en el amor. 


Buen día a todos. W. Cruzant


 
 
 

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© 2016 PAUSA REFLEXIVA / W. CRUZANT

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