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El Gran Algoritmo

  • Foto del escritor: Wilmer Cruzant
    Wilmer Cruzant
  • 3 oct
  • 4 Min. de lectura
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La semana anterior, acudía a un compromiso de trabajo en un hotel de SPS.Al entrar al lobby, noté que a un costado, yacía en un sillón un señor discreto,  trigueño y rostro marcado  Lo identifiqué de inmediato: era “El Primi” (famoso director técnico hondureño),  quien estaba concentrado en este hotel con los famosos tiktokers —muchos también en la sala— para el partido que jugarían en un par de días. 

Yo, con honestidad, no conocía a uno solo. Sin embargo una de mis colegas, se volvió loca y empezó a pedir saludos en video a los influencers, “para mi niño de 9 años” —les decía—. Todos hicieron el saludo haciendo movimientos de pandillero frente a su dispositivo móvil. Incluso logró el saludo de quien parecía ser el más famoso, un tal jabón Supremo (o algo así) .

Todos ellos —creadores de contenido— viven de su actividades digital

es y de la magia de los algoritmos que las rigen. El conocimiento que estos algoritmos tienen de nosotros sumado a nuestra avidez sin resistencia por consumir contenido  y ser predecibles, conjugan la lucrativa fórmula. 

Nada más incómodo que te etiqueten como predecible. ¿Cierto?Porque ello significa que sos como el resto, que tu comportamiento es el de manada y no el de un ser con criterio propio.

Infortunadamente, y para nuestro pesar, los tiempos digitales e interconectados en los que vivimos, casi que confirman esa realidad. Y quiero usar ese adverbio —casi— porque me resisto a creer que ordenadores que procesan interacciones/datos, me conozcan mejor que cualquiera. 

Aunque hay que admitir que no solo es el procesamiento de datos. El poder que tienen los algoritmos digitales es inédito: con nuestra complicidad, nos observan sin descanso. No juzgan, solo registran. ¿Qué registran?... TODO: cuánto tiempo miramos una imagen, qué palabra nos atrapa, qué noticia nos indigna. Y con eso nos desnudan, nos etiquetan, nos empaquetan y nos venden al mejor postor.

Ante ese poder y con la dependencia digital que nos cautiva… ¿Tiene algún sentido resistirnos? o es ilusorio la idea de creernos singulares.

Para encontrar una respuesta, deberíamos al menos admitir, que esa sana resistencia a ser parte de la “datada” (término que significa parte de la manada de datos—aplicación que acabo de inventar—), no puede ignorar que cada uno de nosotros somos fruto de experiencias, y procesos biológicos que se dieron desde mucho antes de que viéramos la luz del sol por primera vez. La herencia genética de mis antepasados, su entorno, sus experiencias, creencias, carencias, padecimientos y trastornos, cultura, hábitos, y un sinnúmero de variables biológicas y no biológicas configuraron el bebé que dio a luz mi madre. Y aun después, otro conjunto de variables similares me fueron “codificando” para ser el adulto en el que me convertí. Quien soy no se configura en el vientre, viene de mucho, pero mucho antes .

Es quizá por lo anterior que me incomoda, me perturba y me desilusiona que Google, Meta, TikTok y Amazon sepan lo que voy a desear incluso antes de que lo nombre.

¿Y nos importa esto aún sabiéndolo? Al parecer no. Es más sencillo responder a nuestra química natural y a nuestro cerebro reptiliano que únicamente busca placer y bajo riesgo, sin preocuparse por ser un código de ceros y unos que se ubica en determinadas categorías de compra, en algún grupo etario o en un segmento de votantes. 

Pero ¿saben que?, huir de los algoritmos digitales aunque parezca imposible se puede lograr. Bastaría con apagar nuestra redes y nuestro avatar digital y listo: fuera del radar, fuera del alcance de cualquier cazador de datos. Claro, pocos estarían dispuestos a hacer semejante sacrificio. Pero que es posible, lo es.   

Ahora pasemos a lo trascendente… Si la herencia y el entorno nos definen y los algoritmos nos predicen, la lógica indica que ya estamos codificados, ya hay patrones que definen nuestro comportamientos, ya existe un algoritmo dentro nuestro que alguien codificó. Un código primero, un GRAN ALGORITMO del que huir no es humanamente posible. 

Este supra algoritmo al que no tenemos acceso —y quizá no lo tengamos en millones de años—, es el código primario del Creador, del gran programador. Un gran Programador que conoce cada línea, cada bifurcación posible, cada alcance y cada límite. Quien creó todos los astros del cielo, y que no cambia como las sombras. 

Blaise Pascal lo intuyó cuando escribió que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.Einstein lo expresó a su modo: “Dios no juega a los dados con el universo”.Y el salmista lo había cantado siglos antes: “Aún no está la palabra en mi lengua, y Tú ya la sabes toda” (Salmo 139:4).

El gran programador conoce cada nucleótido (parte más pequeña del ADN) de nuestro cuerpo. Y si esto es cierto, entonces confiar es razonable.Porque el que diseñó el gran algoritmo ya conoce mi mejor respuesta mucho antes de que aparezca el problema. Ya escribió la salida antes de que se trace el laberinto.Ya vio el amanecer cuando apenas recorremos la noche.

¿Resignación? NO… ¡Esperanza!

Las grandes informáticas solo leen lo que ya está escrito. Predicen, no transforman. Reflejan, no crean.  El gran programador en cambio, tiene acceso al código y puede  reescribir líneas, abrir posibilidades nuevas, romper el patrón que parecía inmutable. Lo que en la neurociencia se llama plasticidad, en este pensamiento es libertad.

¡CONFIEMOS!


 
 
 

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© 2016 PAUSA REFLEXIVA / W. CRUZANT

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