El switch
- W. Cruzant
- 28 jul 2016
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 29 oct 2020

¿No es cierto que hay cosas que delatan a las personas?
De entrada y sin mucho misterio, la manera en que hablan. Tanto en las palabras que utilizan para comunicarse como en el lenguaje no verbal del que se auxilian para el mismo propósito. La manera en que te ven. O que no te ven; Su reacción ante tus comportamientos; ante tus éxitos; ante tus fracasos; ante los buenos y/o malos consejos; ante la decisión de desnudar tus emociones frente a ellos… etc.
Otras cosas que delatan quien es alguien, es como piensa: de las cosas, de la vida, de la política, de la familia, de Dios, de él mismo.
Sin embargo, —y quizá les parezca un chiste en principio—, he descubierto una manera algo inusual de conocer a alguien. Incluso a su parentela.
Se trata del swicth. —o interruptor para los más puristas— Ese pequeño dispositivo con el que encendemos o apagamos las luces en nuestras casas. Créanlo o no, a través de los switches instalados en nuestros hogares o espacios, podemos hacer un auto análisis de quienes somos o de cómo somos. Consecuentemente podríamos hacer el mismo ejercicio con switches ajenos.
Lo anterior es posible, gracias a la cualidad que tiene los interruptores de ser ineludibles. Es casi un hecho que durante el día o la noche haremos uno o más contactos utilizando nuestras manos, codos y pocas veces alguna protuberancia de nuestro cuerpo para hacer uso del switch. Este uso diario, incansable, repetitivo, persistente e inconsciente —y esta última característica es la que permite hacer mediciones en él— va arrojando pistas de nuestros hábitos, niveles de atención, higiene, motivación, ejemplaridad, estado de ánimo, nivel educativo, nivel cultural, dedicación al hogar, a la familia y muchas más cosas.
Deben estar preguntándose cómo es esto posible.
No negaré que hay cierto grado de sátira e hiperbolicidad en mi propuesta, sin embargo, no es una broma.
Vayan a uno de los interruptores de casa, de preferencia el de más uso, y observen alrededor de él. Es probable (dependiendo del tiempo que haya sido usado) que lo rodee un aura de mugre (sutil u tosca) que se ha ido acumulando a lo largo del tiempo y de la que no han sido consientes a pesar de que, ahora que la ven, resulta bastante evidente.
El subdesarrollo del que padecemos en nuestros pueblos, permite en nosotros el cultivo de hábitos y costumbres desagradables, peligrosas y egoístas, que precisamente nos van caracterizando como naciones en vías de desarrollo. O subdesarrolladas si obviamos el eufemismo.
Estas costumbres se van escabullendo e instalando en nuestras mentes, en nuestras maneras, y por ende en nuestros espacios: casa, trabajo, barrio, iglesia, gobierno, etc. Y todos nos vamos familiarizando con ellas de tal manera que no nos son extrañas. Y cuando algo no nos es extraño y forma parte de la cotidianidad, entonces adquiere la cualidad de invisible. Como esa aura de mugre que esta alrededor de nuestros interruptores, o al costado de las puertas de nuestras casas, o en el sarro del inodoro, o la sanja o cuneta que cruza frente a la casa, o en el tumulto de basura que los vecinos, —con nuestra complicidad— van alimentado a medida se acerca el día del tren de aseo.
Invisible o imperceptible se vuelve también la manera y el tono en que nos hablamos. A veces de maneras groseras, disonantes y carentes de empatía, respeto y tolerancia. Usamos calificativos toscos que vamos justificando dependiendo del detonante. —Como lo hiciera Marvin Ponce en su momento, queriendo justificar el lanzamiento homicida del vaso de cristal a Nelson Ávila—. Se va acumulando en nuestra conciencia colectiva un aura de inseguridades, temores, reservas, sospechas y heterogéneas barreras que nos alejan unos de otros.
Y es hasta que llegamos a una casa ajena, y vemos su reluciente baño, sus inmaculadas paredes, (aun cerca de los switches), si bien cuidado jardín, su evidente mantenimiento, que notamos que en nuestra casa, algo no anda bien. Es hasta que vemos y sentimos el buen trato, la manera respetuosa, el cuestionamiento constructivo, la crítica sana, la exhortación amorosa, el buen desear, el buen hablar, el buen enseñar… que notamos que hay mejores formas de ver y hacer.
Se hace necesario, salir. Huir de nuestros entornos enfermos, prisioneros sumisos de la costumbre y conocer nuevas maneras. El contacto con esas nuevos modos, formas y procederes provocarán primero (cual medicina de las buenas), mal sabor. Traducida quizá en vergüenza, incomodidad o en orgullo disminuido. Pero al final, nos llevará a reflexionar y reparar las averías, limpiar las auras sucias alrededor de nuestros switches, aprender a no ignorar el sarro en nuestras conciencias, a levantar la cabeza, a señalar el error y lo más importante, a mostrar a otros lo que la costumbre y el subdesarrollo no les deja ver.
Que tengan un bendecido día.
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