De la envidia, la inseguridad y el amor
¿Cómo es que esa persona, siendo que no es muy lista, ni tiene grandes estudios y cuya honestidad es cuestionable… es más próspera que yo?
Hay ciertas preguntas en la vida que uno suele guardar para sí. Y si acaso se comparten, es con gente de particular confianza. Principalmente porque al revelarlas dejamos ver ciertos instintos, que aunque muy humanos, no dejan una buena impresión de nosotros. Cuestionamientos que quizá son “políticamente inapropiados”.
Asegurar que la inteligencia o capacidad de una persona no corresponde a su nivel de prosperidad, automáticamente nos sitúa en un lugar de superioridad, de altivez más bien (aun y cuando no haya sido nuestra intención). Y aunque la afirmación sobre la persona pueda ser verdadera, lo cierto es que las ocasiones en que objetamos de esta manera, nuestra motivación está fundada en la inconformidad que nos provoca la prosperidad ajena y no precisamente en un cuestionamiento honesto.
Debemos ser sensatos y admitir que la enviada (que es la palabra que mejor describe estas experiencias humanas), en un escenario materialista y de consumo como el que nos tocó, es más cotidiana de lo que nos gustaría admitir. Las redes sociales por ejemplo, se convierten muchas veces en caldos de cultivo de estas turbaciones, ¡lo sabemos! De hecho muchas de nuestras publicaciones, bajo los disfraces con la que nos encanta vestirlas, buscan despertar envidias en el resto. (Y es una pena porque quien te envidia no te desea nada bueno, podés estar seguro de ello).
Ahora, ¿vale la pena pensar en esto? ¿Cuestionarnos sobre estas emociones nos generará un beneficio concreto?
En países como los nuestros donde la desigualdad social ocupa los primeros lugares en el mundo, (Sextos en el mundo y primeros en América en el caso de Honduras, según estimaciones del BID en dic. de 2015) estas preguntas no son poco importantes.
Tenemos a nuestra alrededor centenares de ejemplos de gente con prosperidad repentina que nos hace sentir más incómodos de lo normal, pues de inmediato hacemos balance de nuestros empeños personales y llegamos, sin mayor esfuerzo, a conclusiones donde “las cuentas no salen”.
Trabajamos día y noche, lo hacemos con esmero y pasión; lo que nos lleva a devengar con dignidad y orgullo del trabajo bien hecho… pero sentimos que no prosperamos como otros. Luego buscamos una justificación racional para esta paradoja, y al no tener respuestas satisfactorias entonces hacemos lo más práctico: cuestionamos la prosperidad ajena y la calificamos de sospechosa. Esos son sentimientos peligrosos.
En un país donde las personas repiten sin más lo que escuchan, (dichos por otros que hicieron lo mismo) esto lo vuelve aún más peligroso. Aunque la lógica y el sentido común nos lo indiquen debemos ser cautelosos a la hora de cuestionar.
Desde otros ángulos, la envidia, no solo es una experiencia individual que nos provoca aflicción de espíritu… la envidia conlleva sentimientos más intensos y nocivos como el odio, la soberbia, murmuración o la maledicencia (maldecir o difamar a alguien). El envidioso no solo desea “aquello” sino que también desea que los demás no lo tengan o lo pierdan. Así que no existe tal cosa como “envidia de la buena” a eso deberíamos llamarlo en todo caso… admiración. (Si acaso la envidia nos permite admitirlo)
Se trata de sentimientos que afectan la paz personal y la paz colectiva. La gente lleva dentro de sí rabia, desprecio y odio. El guardar y alimentar estas fieras hambrientas provoca una contaminación relacional que se traduce en ─lo que nos es familiar por estos lados y en estos días─ violencia, injusticia, corrupción, indiferencia, impunidad etc. Los textos sagrados, advierten en no pocas ocasiones acerca de ello, sin embargo nos recuerdan además que no debemos envidiar al malo, que él tendrá su recompensa tarde o temprano.
¿Cómo evitar estas emociones?
Malas noticias. No podemos. Y aun menos en nuestros contextos de injusticia, impunidad y desigualdad. Sin embargo estamos obligados a contenerlas. Y en la medida que ejercitemos esta contención será más ligera la carga. Nuestra perspectiva de las cosas, el verdadero valor que debemos dar a lo material, y nuestra actitud hacia la prosperidad ajena cambiarán.
Debemos aprender a reconocer estos sentimientos y donde se fundamentan. La envidia, independientemente de las razones, germina de una sola semilla: Inseguridad.
Por ello debemos invitarnos a sopesar lo realmente valioso para nosotros y las cosas que nos determinan como persona. Ubicarnos en el lugar correcto; el lugar por cierto, donde trato de no pensar solo en mí, sino en miembros de mi colectividad (familia, amigos, vecinos, comunidad de fe…), entendiendo que en la medida cultive el amor, la cooperación y la solidaridad construiré paz interna y externa.
¿Y que si no me gusta lo que soy o tengo? ¡Magnífica oportunidad entonces para reevaluarnos, rediseñarnos, afrontar nuevos compromisos y nuevos retos que nos acerquen a esa persona que deseamos ser!
Seguro que no necesitaremos grandes recursos para lograrlo, igual que el músico que no necesita de un gran instrumento para desarrollar su habilidad musical o el futbolista que no necesita una línea profesional de implementos para convertirse en un gran crack… debemos sencillamente comenzar a construir desde ya la persona que siempre hemos querido ser, la mejor versión posible de nosotros… conscientes de nuestras virtudes pero también de nuestras limitaciones.
Como lo es en muchos casos, el amor vuelve a ser protagonista. Amor por lo que soy y lo que he recibido (quizá de lo que otros tristemente carecen), e intentando en lo posible no medirme de acuerdo a los estándares de prosperidad y éxito de estos tiempos.
“El amor no tiene envidia”
W. Cruzant
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